A menudo, en ciencia ficción hacemos caso omiso a las leyes de la relatividad. Nos saltamos este límite y sus implicaciones en el tiempo. Debemos creer que alguien homólogo a Chuck Yeager lo conseguirá. Esperemos por su bien que sepa frenar, orientarse y volver para celebrarlo como merecería por tal logro.
Hay historias donde esta restricción se respeta. Un ejemplo: la saga The Expanse, de James S. Corey (detrás de este nombre hay dos personas). No sólo eso, sino que los autores consideran los efectos de la aceleración y deceleración en el diseño de las naves y en la salud de la tripulación. Como el tiempo invertido en desplazamientos es largo, las elipsis son omnipresentes. Ni bueno ni malo pero, con tantos volúmenes (van por el séptimo), los años pasan factura a los personajes.
Si de verdad la velocidad de la luz es una barrera insuperable, tal vez convendría despreocuparse por el riesgo de una invasión alienígena. A fin de cuentas, otras razas estarían tan limitadas como nosotros, no sólo por tal obstáculo, sino por los recursos necesarios para llegar hasta aquí. Sería similar a un hormiguero desplazándose por un desierto con oasis más o menos potables, tormentas de arena y demás. Casi imposible, creo. En este supuesto, hoy nuestra realidad, deberíamos conservar lo que tenemos porque sólo eso nos salvará de la extinción; al menos hasta que algo del cielo se nos caiga encima, por ejemplo.
Si fuera posible viajar a la velocidad de la luz o más, entonces démonos prisa en descubrirlo para salir de este planeta antes de liquidar su habitabilidad. Demoraremos nuestro final como especie saltando de mundo en mundo. Cierto: lo importante es aprender a aprovechar los recursos y cuidar el entorno. Con frecuencia dudo que seamos capaces de ello. Tal vez, en el fondo, nos parecemos a las langostas más de lo que suponemos.