Para variar, hoy he rescatado un ejercicio que presenté hace año y medio en uno de los cursos de escritura. Pedían un cuento.
Tal vez ya esté desfasado, pero el relato subterráneo sigue vigente. Atentos al título:
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Tercer martes de mayo en el departamento de informática. Tengo dos incidencias pendientes, una de permisos de ficheros y otra del correo electrónico. Vaya, ha llegado un mensaje al buzón de alertas del antivirus.
Ostras. Cryptolocker. Ese cabrón encriptará todo lo que encuentre. Cruzo corriendo el Centro de Atención al Usuario mientras aviso a mis compañeros. Deprisa, antes de que el virus acceda a la red. Vamos, vamos… Bajo las escaleras saltando de rellano en rellano y enfilo el pasillo que cruza el archipiélago de cubículos. La veo en la cocina; ella y sus compañeras ríen alrededor de una bandeja llena de pastas.
—Tu portátil está infectado con un virus peligrosísimo —le digo sin detenerme.
—¿En serio? Yo no he notado nada.
La luz del disco duro duele al mirarla. Desenchufo el cargador y desactivo la wifi.
—¿Qué haces? —dice ella acercándose.
—Me lo llevo. Adiós.
Ya ha pasado media hora cuando la usuaria se presenta en el departamento y reclama el ordenador. Le muestro en la pantalla el progreso del antivirus: además del Cryptolocker, hay un troyano que, aprovechando alguna vulnerabilidad del sistema operativo, se ha puesto cómodo y ha traído amigos por la puerta de atrás. Resiste cualquier intento de eliminación.
—Te prepararemos otro equipo.
—¿Y los datos? Están en el escritorio.
—¡Ostras! ¿No los guardabas en el servidor?
Ambos sabemos que, como todo el mundo, ella ha firmado el «leído y entendido» de la normativa de uso de equipos informáticos. La mayoría de los archivos ya están encriptados sin remedio. A menos que pagues el rescate de ochocientos euros al ciberdelincuente, le digo, porque la empresa no lo hará por ti. No, yo tampoco los pagaré. Me comprometo a salvar lo máximo posible y dejárselo en la red.
Dos horas después la bandeja está medio vacía. Se oye la impresora del fondo de la sala.
—Tu nuevo portátil. —Abro la tapa—. Te he dejado los datos en el servidor, ¿ves? En la carpeta con tus iniciales.
—Pero faltan muchas cosas.
Vuelvo de comer y detecto un uso exagerado del ancho de banda de nuestra conexión a Internet. Alguien está bajando información a manta. La investigación conduce hacia la usuaria. Han cambiado la bandeja por otra repleta de cruasanes rellenos de chocolate. Y allí está, con las compañeras, como un déjà vu de la mañana.
—¡Buenas noticias! —dice ella—. He recordado que el martes pasado hice una copia en el Dropbox para poderla consultar desde mi iPad mientras estaba de viaje, así que solo he perdido el trabajo de una semana. —Sonríe—. Qué bien, ¿verdad?
—Mejor, sí. —Acepto el dulce que me ofrece—. Gracias.
Ella solo está autorizada a usar Dropbox cuando debe bajar archivos que le envían los proveedores. Trago porque, al menos, recuperará mucho. Lo dejará en el servidor y, por tanto, quedará guardado en la copia de seguridad de esta noche. Bueno, al final ha valido la pena.
Faltan diez minutos para las seis. El tráfico de Internet lleva media hora normalizado. Voy al servidor para saber cuántos gigas ocupa la información de la usuaria. Pero en la carpeta no hay nada, ni siquiera los ficheros rescatados del portátil infectado.
Compruebo si su ordenador sigue conectado a la red y, desde el mío, veo que ha vuelto a poner los archivos en el escritorio.
La bandeja está vacía. El archipiélago, desierto. Encojo los hombros y me largo de la oficina.
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Nota: el chorro de caracteres del título del cuento significa “Infectado por Cryptolocker” y está codificado con algoritmo base64. No está encriptado, pero el efecto visual es el mismo.
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Muy bueno!
¡Muchas gracias!